El Sáhara o Bahr Bela ma, el «mar sin agua» como le llamaban los antiguos caravaneros, es el desierto por excelencia, el más grande y con un clima más extremo que el desierto de Namib o el del Gobi y, cuya simple mención, basta para llenarnos la imaginación de leyendas, maravillas y misterios, a la vez que provocar deseos de aventura.
Deseos que nos impulsan a seguir los pasos de aquellos exploradores como Heinrich Barth, Alex Gordon, Renéa Caillie, Clayton, Bagnold o Monod, que nos abrieron camino entre los oasis remotos del Ametlich, cruzando mares de dunas infinitos como el gran Erg de Bilma; subieron volcanes activos en el Tibesti y llegaron a lagos inimaginables como los de Ubari; franquearon macizos como el Hoggar con formaciones rocosas difíciles de describir, surgiendo de entre las dunas o paisajes marcianos de insultante belleza como el Tassili N’Ajjer. Y atravesaron tierras controladas por tubus, hausa, peul, dogones, tuareg, fulani.
Pero el Sáhara no solo nos ofrece paisajes únicos e increíbles, también atrae por su cultura milenaria. Ennedi, Akakus o Gilf el Kebir son los mayores museos de arte rupestre al aire libre. Junto a las montañas de Akakus nació el reino de los Garamantes, la civilización perdida del Sáhara, que controlaba las rutas comerciales hacia el desierto.
A caballo de esas rutas, entre las dunas, surgieron los grandes imperios de Mali, Ghana, Songhay o Kanem Bornu y nacieron ciudades legendarias como Tombuktu, Djenne, Gao o Walatta.
Cada una de las zonas del Sáhara tiene un especial magnetismo, por eso necesitamos volver una y otra vez, volver a disfrutar del silencio infinito sentado junto al fuego entre las dunas del Teneré, bajo un cielo estrellado que limpia la mente y llena el alma de sensaciones.